Gunilda: 40 y tantos años, alta (casi 1,90), robusta, gordita, de tez blanca, pelo largo lacio, castaño y con flequillo, ojos marrones y gafas. Ni masculina ni tampoco muy femenina. Hetero en la vida real, más lesbiana que las lesbianas y dominante en mis fantasías.
Yo, Clío: 28 años, bajita (casi 1,60), delgada, cabello largo lacio y castaño recogido con una coleta, tez blanca, ojos cafés y gafas. Muy femenina. Bisexual tanto en la vida real como en mis fantasías, además de sumisa.
El momento en que Gunilda se colocó detrás de mí fue como si el mundo se hubiera incendiado a mi alrededor. Su altura imponente de casi 1,90 m, su cuerpo robusto y gordito enfundado en aquella sudadera negra con el logo blanco, y sus pies enormes enfundados en chanclas negras de cuero con plataforma de cuña (a los que ya más de una vez me he agachado sumisamente a besarlos y lamerlos con estas chanclas o botas de cuero, plataforma y tacón ancho) que la hacían parecer una diosa insaciable... Todo en ella me dominaba con una fuerza magnética. Yo, con mis 1,59 m, delgada y delicada, me sentía como una llama temblorosa a punto de ser consumida por su fuego. Mi vestido negro sin escote ni mangas abrazaba mi cuerpo como una segunda piel, y mis sandalias de plataforma resonaban con un clic suave mientras me plantaba frente a la cama de matrimonio, el corazón latiendo con una mezcla de miedo y un deseo que me quemaba las entrañas.
Su aliento cálido me rozó el cuello, y sus manos grandes y robustas me envolvieron la cintura con una posesión ardiente que me hizo gemir de inmediato. Sus labios se apoderaron de los míos en un beso profundo, salvaje, que me dejó sin respiración, nuestras lenguas entrelazándose en una danza lasciva. Mientras nos besábamos con una pasión frenética, sus manos subían por mi cuerpo, enredándose en mi cabello con una ternura posesiva y bajando luego por mi cintura, trazando cada curva de mi vestido negro como si quisiera grabarme en su memoria. «Dios mío, Clío, eres un sueño erótico hecho realidad», gruñó contra mis labios, su voz profunda como un trueno que resonaba dentro de mí. «Estos labios carnosos... los quiero lamer hasta que grites mi nombre».
Un escalofrío violento me recorrió cuando sus dedos encontraron el botón de mi vestido. Con una lentitud tortuosa, lo desabrochó, y la tela cayó como una cascada de seda, como una segunda caricia, dejándome expuesta a su mirada ardiente. Cuando vio que no llevaba sujetador, sus ojos se encendieron con una lujuria desbocada, y un gemido profundo le escapó mientras me devoraba con la vista. «Mírate, sin nada bajo este vestido negro... eres una provocación pura y un dulce pecado andante, amor mío», murmuró, su voz temblando de deseo. Mis bragas negras de seda y las sandalias eran lo único que me cubría, y su mirada me hacía sentir desnuda, venerada y completamente entregada.
Sus brazos fuertes me apretaron con una fuerza posesiva, y sus manos empezaron a amasar mis pechos con una mezcla de devoción y gula, mis pezones endureciéndose bajo sus dedos gruesos como si suplicaran más. Ella no paraba de besarme: mejillas, cuello, orejas, hombros, cada beso un fuego que me quemaba la piel y me hacía arquear el cuerpo hacia ella.
«Estás tan sexy con estas sandalias de plataforma, Clío», gimió, su boca caliente contra mi cuello. «Pero, ¿cómo puede ser que una mujer como tú, que está tan buena y tan deliciosa, sea virgen a los 28 años? No me lo puedo creer que no haya probado ningún hombre, ninguna mujer, ningún amante... Debes tener una fila de hombres suplicando por ti, y no me extraña, con ese cuerpo perfecto. Pero eso me vuelve loca, saber que eres mía y solo mía».
Sus dedos largos y poderosos bajaron por mi vientre plano, y cuando llegaron a mis bragas, sentí una oleada de calor que me hizo perder el control. Me acarició por encima de la seda, sintiendo mi humedad creciente, y luego, con una delicadeza que me hizo suplicar en silencio, deslizó los dedos bajo la tela. El contacto con mi clítoris tenso fue como un rayo, y un gemido profundo me escapó, seguido de otro cuando sus dedos grandes se adentraron en mi vagina caliente y húmeda. «Eres un paraíso húmedo, amor mío», susurró, besándome la oreja mientras me perdía en el placer, mis gemidos convirtiéndose en una súplica. «Quiero ser yo quien te desflore, Clío». Como un hombre o mejor todavía, con una pasión que te marcará para siempre».
Tras un tiempo que parecía suspender la realidad, sentí cómo se bajaba las bragas tipo culotte, revelando el arnés con aquella protuberancia fálica que me hizo temblar de anticipación y deseo puro. Con un gesto seguro y amoroso, me bajó mis braguitas, dejándome solo con las sandalias, y entonces sentí dos palmadas firmes pero tiernas en mis nalgas. El golpe dejó las marcas de sus manos, y mis gritos se mezclaron con un placer oscuro y dulce. «Qué bonita eres así, marcada por mí», dijo, su voz llena de adoración y morbo. «Ese culo perfecto... solo para mí. Nadie te ha tocado nunca, y eso me hace perder la cabeza».
Me empujó hacia la cama con una suavidad posesiva, y me agaché, sintiéndola sobre mí como un huracán de pasión. El aparato fálico entró lentamente, cada centímetro una declaración de amor y deseo, y mis gemidos se fundieron con los suyos mientras el arnés estimulaba su propio clítoris, grande y precioso por lo que he podido comprobar en otras ocasiones con mis carnosos labios y mi lengua, agachada sumisamente ante ella mientras está sentada o de pie. Su penetración se volvió más rápida, más fuerte, y yo me derretí bajo ella, temblando de placer. En un gesto de desesperación y gula total, tomé una de sus manos grandes con mis manitas delicadas y la llevé a mis labios. Comencé a lamerla, todos los dedos a la vez con mis labios carnosos hasta llegar a mi garganta, y ella gimió con una intensidad que me hizo sentir poderosa. «Clío, esto me destruye... verte lamer mis dedos con tus deliciosos labios carnosos como si fueran tus primeros amantes me hace quererte aún más», gritó, su voz quebrada por el placer.
Nuestros cuerpos se convirtieron en un torbellino de deseo. Los orgasmos llegaron como tormentas furiosas, uno tras otro, y aun así no podíamos parar, presas de una pasión que trascendía lo físico. «Eres mía, Clío», gruñó entre gemidos, mientras me penetraba con una fuerza que me hacía perder la conciencia. «Solo mía. Todos esos hombres que deben desearte no tienen nada que hacer contra mí. Quiero quitarte esa virginidad con una pasión que te hará olvidar cualquier fantasía. Serás mía para siempre, y nadie te amará como yo».
Finalmente, exhaustas, caímos en la cama, sus brazos fuertes envolviéndome mientras me besaba la frente con una ternura infinita. «Eres un tesoro, amor mío», susurró. «Y ahora eres mía, marcada por mi deseo y mi amor eterno».
Gunilda haciéndome el amor y «sentir mujer»
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